“cogito ergo sum” – René Descartes.
Somos seres racionales, espirituales, con emociones y con sentimientos. Definitivamente estamos conscientes de nuestro ser y en eso nos diferenciamos de otras especies. Actuamos a conciencia de todo cuanto hacemos y así se realimenta nuestro estado de ánimo. Cada acción genera una consecuencia.
Precisamente por tener la capacidad de pensamiento es que, en algún momento de nuestra existencia, nos formulamos agudas preguntas existenciales: ¿Quiénes somos? ¿Tiene sentido la vida? ¿Cuál es el propósito de nuestra existencia? ¿Cómo alcanzar la plenitud de la vida?…
Todos los seres humanos creemos en algo, porque necesitamos un fundamento para justificar la vida. Sin un alegato motivador caemos en la desidia. Resulta una paradoja, pero hasta quienes dicen no creer en nada convierten esas dudas en su credo. Suena a trabalenguas, pero realmente es una misteriosa extravagancia. Tanto para creer como para no creer se requiere fe. Si crees en Dios tienes fe en sus intrincados misterios, los cuales aceptas como dogmas de vida. Si eres ateo o agnóstico tu fe está basada en los preceptos de tus convicciones o de tus incertidumbres. En el último caso no se trata propiamente de dogmas religiosos, pero sí de paradigmas equivalentes. La ciencia, la filosofía, las artes y la espiritualidad no son excluyentes, aunque puedan lucir como discordantes. Algunos ateos, no todos, argumentan que cómo no se puede explicar la existencia de Dios la conclusión es que no existe. Tampoco, a través del método científico, ni de elucubraciones filosóficas, se puede demostrar su inexistencia. Concurren otras múltiples opiniones para desaprobar la existencia de Dios. En contraposición, hay quienes se atreven a aseverar que se requiere más fe para no creer en Dios que para creer en Él. Definitivamente el conocimiento humano es muy limitado mientras lo desconocido es infinito e insólito. Cada respuesta conseguida genera innumerables dudas nuevas, alimentando una espiral que se expande progresivamente.
El tema de la espiritualidad es inagotable, se me ocurre citar una entrevista que hizo Oprah Winfrey a Diana Nyaad. La primera persona es una famosa e influyente comunicadora de la televisión de los Estados Unidos de América; la segunda una maravillosa atleta que a los 64 años nadó los 177 kilómetros que separan La Habana de Key West, Florida, en 53 horas. Diana, es además escritora, periodista de radio, conferencista motivacional, atea, una dama de notable sensibilidad y muy respetuosa. La reconocida nadadora dio una explicación de Dios que representa una gran lección para muchos que se catalogan como creyentes. Ella aseveró:
«Puedo pararme en una playa con el más devoto religioso, sea cristiano, judío, budista (…) Llorar con la hermosura de este universo y sentirme conmovida por la humanidad toda. Para mí, Dios es la humanidad y el amor a la humanidad”.
Ante esta respuesta Oprah, comentó:
“Bueno, yo no te llamaría atea, considero que si usted cree en el asombro y la maravilla y el misterio, entonces eso es lo que Dios es. Eso es lo que Dios es. No es un hombre barbudo en el cielo”.
Este comentario generó mucha polémica, pero no por eso deja de ser una expresión honesta e interesante. Al mismo tiempo es necesario mencionar que la respuesta de Diana la revela como un ser humano de profunda sensibilidad quien confesándose atea apela a Dios. Es que el subconsciente y la programación de nuestro ADN nos conducen por la ruta de la búsqueda de la verdad. En modo equivalente al dicho que “todos los caminos conducen a Roma”; toda búsqueda de la verdad conduce a Dios.
“Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá”.- Mateo 7-8
Seríamos seres incompletos e incompetentes si nos quedáramos en los planos del pensar o del creer; sino pasamos a la acción no dejaríamos evidencias de nuestra existencia. Un ser que no actúa no está vivo. La acción se da de muchas formas; y tiene efectos muy poderosos cuando su ejercicio resulta coherente y sintonizada con el pensar y con el creer. Del mismo modo, el amor se puede manifestar con palabras pero se prueba con los hechos ante diversas situaciones.
Es verdad que vivimos en un mundo hostil, porque la sociedad se mueve de manera irreflexiva, aguijoneada por los miedos. Hemos concebido la coexistencia como un campo de feroces batallas. Repudiamos la guerra, de los dientes para afuera, pero educamos para combatir y derrotar a nuestros semejantes. Exacerbamos nuestras diferencias y despreciamos las oportunidades de convivencia. La guerra comienza por el miedo a nosotros mismos, a nuestro mundo interior, a nuestras capacidades y a nuestras potencialidades. De manera que tememos a la soledad, porque ella representa el espejo donde debemos mirarnos, descubrirnos y aceptarnos. Tememos al silencio porque ante él queda de manifiesto los latidos de nuestro corazón y el armónico fluir de nuestra respiración. Nos aterroriza apreciarnos vulnerables. Huimos de la soledad porque nos asusta descubrir lo que somos. Nos refugiamos en el ruido y nos embriagamos de la muchedumbre, para escapar de los intensos llamados del alma. Algunos hasta se quejan de los ensordecedores sonidos del silencio ¡Vaya disparate! ¿Cómo podemos cohabitar con nuestros semejantes si ni siquiera somos capaces de soportarnos a nosotros mismos? Y es que nos han educado para el conflicto; si alguien piensa o siente distinto a nosotros lo etiquetamos como el enemigo. No toleramos el pensamiento discordante, porque lo interpretamos como una amenaza. Cada acción discrepante del entorno la asumimos que va dirigida contra nosotros ¿Acaso somos el centro del universo, para que todo tenga su foco en nosotros? Nos conviene aprender que la gente no hace cosas contra nosotros, sino que sencillamente la gente hace cosas. Salir de esa perversa ecuación hace una gran diferencia.
Cuesta aceptar que conviene vivir la vida sin angustias y sin dejarnos influir más por los otros que por nosotros mismos. No es un asunto de egoísmo sino de sentido común: no puede haber respeto al semejante sin respeto propio. Es útil citar que la palabra angustia proviene del latín «angustĭa», que quiere decir dificultad o angostura, es el equivalente a verse al bordo del abismo. Sentirse constantemente amenazado paraliza y aniquila la libertad del ser humano. Es imposible amar a otros sin antes amarse a uno mismo. Es imposible amarse a uno mismo si antes no se emprende el viaje por nuestro mundo interior. La buena noticia es que al dominar esos temores comienza una ruta apasionante y el proceso de darse cuenta que muchas turbaciones son infundadas. Resulta alentador contemplar los avances y sentirse más humano, más libre, con más capacidad y con crecientes ganas de vivir.
Nos obsesionamos por tener la razón. Valga decir por poseer la verdad y ni siquiera sabemos que significa esa compleja palabra. Cómo si la razón dependiera de nuestras capacidades. La verdad es muy grande como para ser abarcada, su alcance es de proporciones imponderables e inalcanzables. Aun así, nos corresponde buscarla a sabiendas que la vida terrenal es muy corta para descubrirla. Al creernos que tenemos la razón y sentir la aprobación de la gente nos produce una falsa satisfacción. Suponiendo que tuviéramos la razón, ¿significa que esa razón nos pertenece? y si fuera así que pasaría al morir ¿a dónde iría la razón?, ¿muere con nosotros? Cualquier respuesta a estas interrogantes resultarían muy absurdas. En consecuencia no tiene sentido desgastarse en ese errado interés social por tener la razón. Lo inteligente y lo sano es tener la mente y el espíritu abierto, para crecer constantemente y para actuar en consecuencia.
“Podemos perdonar fácilmente a un niño que teme a la oscuridad; pero la real tragedia de la vida es cuando los adultos le temen a la luz”.- Platón
Cosme G. Rojas Díaz
07 – 03- 2020
Twitter e Instagram @cosmerojas3
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