La esencia del poder

Vivimos rodeados de presiones sociales. Desde pequeño nos empujan a lograr el poder: poder para sobrevivir. Los infantes están sometidos a duros ataques, del mundo adulto, para terminar prontamente con su candidez. En esta etapa se castran muchos talentos, capacidades de soñar y se siembra la ruptura con la buena voluntad. Los padres y maestros se esmeran en hacer de cada niño un ser competidor, con el entorno. Es que la humanidad siempre ha vivido amenazada por la oprobiosa guerra. Para muchos el mundo es un campo de batalla, en consecuencia: hay que dominar al enemigo; hay que ser mejores que los otros; luchar contra el compañero y vencer. Nos creemos el centro del universo y perseguimos el poder para asegurarnos la victoria. Detrás de todo esto solo hay miedo, mucho miedo. Estos miedos abundan en todas las sociedades del planeta; Cat Steven lo expresaba en su popular canción: “wild world”.

Somos educados para combatir, para subsistir a cualquier precio. El lenguaje, los mensajes y las directrices con las cuales nos equipan para salir a la vida, comienzan por resaltar las amenazas. Nos ordenan opacando nuestras voces internas, con un “debes…” Debes estudiar para que seas alguien en la vida, te debes sacrificar para que coseches resultados, debes obedecer a tus superiores, debes reñir con rudeza y te debes asegurar el triunfo. La creatividad, la búsqueda sin prejuicios, la espontaneidad y las vivencias de las emociones; son inmoladas en la hoguera de la obligación, donde solo se admiten los moldes aceptados. De tanto amarrar, al niño, a los impositivos mandatos, no se le forma sino que se le deforma. Se imponen los caminos, sin dar espacios a la exploración y al encuentro de las vocaciones. Las correctas actitudes surgen en los ambientes lúdicos, marcados por el respeto y la indagación.

Luego nos asombramos porque, de adultos, vivimos bajo presiones continuas, victimas del famoso “stress”. ¡Claro! Nos sentimos en peligro de extinción, ante cualquier tontería. Se nos alteran los nervios por cada ocasión que cometemos errores, como si de ellos dependieran nuestra existencia. Reaccionamos de manera desproporcionada ante cualquier dificultad; prolongamos la ansiedad y la angustia, por insignificantes riesgos. Deterioramos nuestra salud física y mental ante cada frecuente crisis. Hemos perdido la capacidad de  discernir y de actuar, de manera ágil, ante los peligros reales. ¡Qué calamidad! nos ofuscamos sin razones y nos inmovilizamos ante las auténticas contingencias.

¿Qué tal si comenzamos a educar con un enfoque y un lenguaje diferente? Con una visión más amplia y más generosa. Encaminados en buscar: la felicidad, en lugar del éxito; el entusiasmo en lugar del sacrificio; en anteponer el agradecimiento, antes que el reconocimiento propio; en aceptar que nos somos perfectos, pero aun así podemos orientarnos a la búsqueda de la excelencia; en orientarnos a descubrir nuestros talentos y reconocer nuestras limitaciones; en aprender a vivir con coraje y ponernos por encima de nuestros miedos. En definitiva. ¿Qué tal si educamos para entender que la inteligencia colectiva tiene efectos mágicos y multiplicadores, y es factible si aprendemos a privilegiar el bien común por encima de los mezquinos egoísmos? ¿Qué tal si enseñamos que el aprendizaje y la educación deben acompañarnos hasta nuestra muerte? ¿Qué tal si ponemos en práctica el siguiente pensamiento:

“La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”- Paulo Freire

El asunto es cambiar la ecuación predominante; el tema está en sustituir el éxito, por felicidad; el yo por el nosotros; el dolor por reconocer el error y aprender de cada experiencia, el animarnos por cada logro, sin importar que tan pequeño parezca, en darnos cuenta que todo es pasajero, sea positivo o negativo. ¿Qué sentido tiene aplazar el bienestar por un futuro incierto? Y peor aún postergar constantemente el derecho a ser felices. Conviene cambiar el absurdo sentido de sacrificarse y sufrir, en el ahora, para lograr el éxito en el mañana. El futuro es una quimera y, si es que llega, podría estar cargado de las emociones del ahora. ¿Qué sentido tiene anclarse al padecimiento? Y flagelarse por los tropiezos del pasado. Hemos sido creados con elevados propósitos y nuestro tiempo es corto e inexorable. Nuestras tareas han de ser diligentes. El reloj no espera a que estemos listos. La vida es como un tren, en constante movimiento, en cada estación se abre un destino o una nueva ruta. Depende de nosotros el elegir ser  fuertes. La fortaleza no es otra cosa que la capacidad de levantarse cuando el cuerpo ya está exhausto, cuando las energías físicas se han agotado. El poder del espíritu es el fluido para el crecimiento personal.

¿Es, entonces, el poder un maleficio? Absolutamente, no. El poder no es malo, lo inconveniente está en el torcido uso y en el abuso con el cual se ejerce. El asunto es que no estamos preparados para manejar el poder. Se requiere generosidad, sensibilidad, sensatez y humildad, para ejercer adecuadamente el poder. Nuestro adiestramiento está dirigido en hacernos más fuertes que el contrincante al cual es preciso dominar, para poder perdurar. Así son las subterráneas reglas de este extraviado mundo.

¿Cómo romper con el siniestro binomio del poder y el odio? La buena noticia es que si es posible romperlo, y sustituirlo por el loable binomio del poder y el amor. Debemos construir una sociedad más empática, fundada en el respeto a la condición humana y a sus inmensas capacidades. Se requiere decisión, determinación y disciplina, para enrumbar hacia un cambio tan ambicioso.

Es necesario entender que la principal referencia de cada ser humano debe ser él mismo. Conviene aceptar que podemos ser distintos a nuestros padres, no estamos obligados a emular a nuestros maestros; en contraste podemos enfocarnos en ser, cada día, una mejor versión de nosotros mismos.

En cada quien subyace el potencial de conocerse a sí mismo: nadie más puede llegar a conocerte mejor que tú mismo. De manera que, el poder de crecimiento está en descubrir y trabajar sobre nuestros talentos y nuestras limitaciones. El poder más grande, al que conviene aspirar, está en gobernar nuestro propio ser. Quien se hace humilde y reconoce a su creador se hace aún más poderoso.

 “Dios es mi fortaleza firme, y hace perfecto mi camino.”  2 Samuel 22:23

Cosme G. Rojas Díaz

02 – 02 – 2020

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