Muchas veces siento que me desborda una idea, una inquietud, un sentimiento, o un sueño. ¿A quién no le pasa? En esos momentos mi espíritu se mueve, me invade la inquietud y mi mente deambula en forma caótica. Comienza la etapa de la confusión, la cual es previa a la creación. En esos instantes me comporto como un mosquito volando errante, sin propósito claro de adonde ir, sin saber qué hacer. La siguiente letra, lo ilustra con naturalidad:
“Busqué mirando al cielo inspiración
Y me quedé colgado en las alturas
Por cierto, al techo no le haría nada mal
Una mano de pintura…”
Tomado de la canción “No hago otra cosa que pensar en ti” de Joaquín Sabina
En ocasiones se me ocurren fugaces ideas, o me invaden emociones y luego al disponerme a garabatear pierdo la misteriosa chispa. Me embarga una sensación de frustración y con ella viene el desgano y la renuncia. Estas experiencias me han hecho desperdiciar mucho tiempo, en la espera por el regreso el deleite de la inspiración.
Esa musa es más mito que realidad. Suelo bromear con esto, diciendo que las mejores ideas se me ocurren cuando estoy lejos del lápiz y del papel; por ejemplo al correr, al dormir o cuando converso; pero luego se me pasa cuando me siento a borronear. A estas situaciones las defino como divagancias. Estas experiencias no las considero como una fase formal del proceso de escribir, sin embargo son muy importantes y también peligrosas: me inquietan y me advierten que si quiero crear debo tener el control. Me doy el permiso de vagar por intervalos de tiempo determinado, preferiblemente antes de comenzar cualquier composición. Dosifico el merodeo de manera decreciente durante el transcurso de la creación. Me mantengo consciente de los riesgos de estos abstractos recesos, por eso me aseguro de regresar al proceso sistémico.
Me resulta importante recordar constantemente que crear novelas, cuentos o relatos es un arte y eso requiere amplitud y libertad. También pondero la necesidad de ser organizado y armónico. En el apasionante mundo de la escritura se debe colocar en la balanza variados y ricos componentes. En cada historia hay ambientes, circunstancias, tiempos, culturas y personajes; estos últimos representan el más complejo de todos los ingredientes. Cada individuo debe ser trabajado con menudencia y diligencia; ellos han de ser provistos de: ideas, creencias, talentos, limitaciones, percepciones, supersticiones y ambiciones. En fin han de ser percibidos como seres reales.
Al abordar la aventura de la escritura, me pregunto. ¿Cómo hago para salir del círculo improductivo de la divagancia? Comienzo por seleccionar el mensaje central y me enfoco en el objetivo. Una vez con el concepto en mente, organizo mis intenciones para organizar aquello que me luce como un caos. Asumo el rol de un investigador recién llegado a la escena de un crimen. Sabiendo que un hecho relevante ha ocurrido y me motivo a descifrar esa titánica y retadora tarea: con muchos cabos por atar. Me digo dedos al teclado.
Me animo pensando que cualquier suceso lo puedo reproducir con trabajo y determinación. Esto incluye aquellas vagas e inspiradoras ideas que se esfumaron de mi mente, cuando al fin les dediqué tiempo. Me esmero en reconstruir o imaginar un acontecimiento que me causó impacto; con todos sus detalles: aromas, sonidos, colores y el entorno en el cual se generó. El resultado de estos ejercicios es sorprendente. Las líneas comienzan a fluir desde el teclado a la pantalla y con ellas la motivación crece en una especie de espiral virtuosa. Sin darme cuenta me ausento absorto, inmerso en la vertiginosa creación. Cada frase, cada oración, cada párrafo, me conduce en en el propósito de la obra. Me esfuerzo en ser claro, franco y preciso; por privilegiar la elegancia y la sencillez por encima de la complejidad. Tengo presente que la gente está muy ocupada y tentada a la confusión, igual que yo. Selecciono un lenguaje llano, armonioso, narrativo, descriptivo, elocuente, persuasivo, pero no demasiado evidente. No es necesario ni beneficioso decirlo todo. Conviene dejar espacios al misterio, a la intriga y a la duda. Mientras leo, una interesante novela, me pregunto. ¿A dónde va el autor, con este tema? ¿A dónde me quiere llevar? esas dudas me mantienen atento y crítico hasta el desenlace.
En esa intención por dar estructura al trabajo parto por dividir la escritura en cuatro fases:
La primera fase es la observación. En esta etapa asumo el rol del testigo imaginario o de protagonista invisible. Me percibo entrando en escena, sin que se note mi presencia y desde allí trato de fotografiar determinadas piezas, en ese mar de desorden. No me resulta fácil buscar, cuando no sé qué busco, recuerdo que la distracción es una amenaza constante. Intento observar, extremando los cuidados por no interferir en los procesos; aunque de acuerdo a la física cuántica, la realidad se altera sólo con ser observada. Opino que en la creación hay más por descubrir que por completar. Una novela nunca será cien por ciento inventada, o producto total de la imaginación. Tampoco ninguna biografía será 100% fiel, por que como decía una de las canciones de Raphael “¿Qué sabe nadie, si muchas veces ni yo mismo sé que quiero? Me imagino que Agatha Christie para escribir sus fabulosas obras, observaba a la gente en las situaciones difíciles y eso inspiraba su incuestionable genio. Como me gusta escribir, podría advertir a la gente cuidado con lo que dices o haces porque soy escritor.
La segunda fase es la Interpretación. A partir de la recopilación de las piezas, ideas, sensaciones; surgen en mi mente borrosos esbozos. Doy cuerpo a una historia, mi imaginación se anticipa a visualizar el foco de la trama. En esta fase aún estoy lejos de hilvanar y de conocer cómo empezar. Mi primera novela José y Blanca – Vidas Paralelas, comenzó a moverme desde mi adolescencia, sabía que tenía una historia con un mensaje existencial, pero no sabía cómo darle cuerpo. Hice un intento con un amigo del mundo del arte, pero este experimento no evolucionó y abandoné. Ese fracaso me mantuvo alejado de la idea por muchos años, hasta que me había separado emocionalmente de esas historias. Eso me enseñó que debo tomar cierta distancia de lo escrito, esto me produce un efecto secundario, de sanación espiritual.
La tercera fase es la imitación. Me pregunto. ¿Cómo lo he hecho antes o cómo lo hacen otros creadores? En este período tomo cada pieza, idea o sensación y comienzo a armar el rompecabezas. Me doy cuenta que me enfrento a infinitas posibilidades y eso me apasiona, pues me indica que estoy en camino de la creación. Dejo el laptop a un lado y me planteo en líneas gruesas una historia posible, espontánea y cargada de emociones. Antes de comenzar me imagino un buen inicio y un buen final, ¡eso es primordial! Me ocurrió, con mi primera novela, sin comprender muy claramente en mi intuición ya dibujaba el principio y el final. Luego ya de una manera más consciente me sigue sucediendo con mis siguientes escritos. La imitación de estilos me resulta tentadora, pero se hace más compleja mientras más leo. El estilo propio surge con la constancia y evoluciona, amparado bajo un ambiente de libertad.
La cuarta fase es la reinterpretación. En esta cuestiono mis primeras concepciones, dejó macerar mis apuntes originales y regreso a la observación. Reordeno las piezas, ideas y sensaciones y vuelvo a interpretar. Reviso mi esquema de adonde quiero ir y qué quiero comunicar, ahora lo estructuro con mayor tino. Me mantengo alerta, con mente y espíritu abierto, no abandonó la oportunidad de descubrir y dejarme sorprender en el camino. Recuerdo, una vez más, que me es imperativo atrapar al lector desde el principio y sembrar en él la curiosidad por descubrir la historia. Me desvelo por seducir y en adecuar el ambiente, porque una interesante aventura está a punto de arrancar. En el cierre intento alcanzar el suspiro del lector, mi finalidad es moverlo, que se lleve algo contundente. Mi ambición es que al llegar a la última página, tenga la sensación de recorrer a gran velocidad toda la obra y recuerde cómo se sintió al arrancar este viaje. Inicio y cierre los visualizo como dos puntos de un círculo.
A medida que avanzo en la escritura ajusto la estructura, reviso de no alejarme del propósito, además examino antes de tirar líneas a la papelera. Encuentro ideas y párrafos completos que no armonizan en el texto, sin embargo recogen valor o fuerza. Apelo a una especie de cesta reusable, y de ella suelo extraer material para el lugar más apropiado.
Al final me ocurre una sensación de satisfacción, muy difícil de explicar, acompañado de una necesidad por liberar lo que he generado. Comparto mis primeros borradores con agudos y críticos familiares y amigos, atiendo con dedicación las contribuciones y correcciones. El proceso de revisión y edición es materia para otro artículo.
Cosme G. Rojas D.
6 de mayo de 2017
Twitter @cosmerojas3
Deja una respuesta