La vida 

Eran las 6:00 p.m. esperábamos a papá, quien llegaba a esa hora con el pan caliente para la cena. Noté que traía algo adicional y le pregunté:

—¿Qué traes en las manos?

—Es un pequeño periquito, cara sucia, que se golpeó con una ventana y está sin señales de vida.

—Entonces si ya está muerto, ¿para qué lo traes a casa? ¿Lo vamos a enterrar aquí?

—Creo que puedo revivirlo.

—¿Cómo, papá?; eso es imposible, la vida viene de Dios.

—Hijo, creo que no está muerto y quizás tenga una oportunidad de salir de este trance.

Papá tomó el pequeño pájaro y lo colocó, con mucho cuidado en el suelo. Buscó, en la cocina una lata y le hizo unos huecos con un clavo. Enseguida cubrió al inerte animalito, con la lata y comenzó a dar ligeros golpes en ese envase. Dijo que las vibraciones podrían reanimarle.

Yo miraba con incredulidad y papá levantaba la lata y el animal seguía inmóvil. Luego de varios intentos observé un casi imperceptible movimiento y grité emocionado. ¡Está vivo!  Papá lo cubrió con sus inmensas manos y comenzó a soplar con delicadeza, sobre su plumaje y este sacudió sus verdes alas, abrió sus brillantes ojos y se escuchó su agradecido cantar. El pequeño Cara Sucia se convirtió en mi primera mascota y le llamé Pepe.

Era un día soleado en la hermosa playa de Isla Larga en Puerto Cabello, Venezuela. Junto a mi esposa y mis tres pequeños disfrutaba de la magia del colorido y calor caribeño.

Mi esposa y yo estábamos sentados a la sombra de unos arbustos costeros, instalados en unas cómodas sillas de lona, los niños jugaban en la orilla del mar haciendo castillos de arena. El brillante sol, la suave brisa y el salitre reconfortaban mi espíritu. Cerré los ojos y me disponía a soñar despierto, cuando de repente un golpe seco en una de las ramas capturó mi atención. Un pájaro había chocado con un tronco de una mata y cayó de repente en la arena, mi esposa me miró como si me pidiera que hiciera algo. Mi tranquilidad se interrumpió de inmediato. Vinieron a mis recuerdos las imágenes de cuando mi padre había rescatado a Pepe, de los umbrales de la muerte. Una pareja de ancianos, que reposaban muy próximos a nosotros, me observaron con curiosidad y escepticismo.

Sin pronunciar palabras levanté entre mis manos, con esmerado cuidado, a aquel infortunado animal. Estaba tieso. Mi esposa me observó, con aquella ojeada de incredulidad que yo había experimentado en mi infancia. Ella no dijo nada y sentí una agradable energía fluir dentro de mi cuerpo. Envolví al pajarito con mis manos y con sumo cuidado comencé a soplar con mi tibio aliento sobre su plumaje. Al cabo de unos minutos comenzó a moverse, abrí mis manos para que sintiera el aire fresco y de repente se levantó sobre sus dos patas, se sacudió y alzó vuelo. Delante aquel inesperado despegue la pareja de ancianos me miraron y me obsequiaron la mejor de sus sonrisas.

Unos años después ocurrió otro episodio similar. Brando era un bóxer fuerte, juguetón y muy noble. Una tarde en casa, mi esposa y mis hijas observaron el preciso instante cuando de un brinco, este travieso canino, atrapó en el aire a un pajarito. El grito dejó al perro paralizado y soltó al pequeño animal en el suelo. Yo estaba llegando a mi morada, ellas me contaron lo ocurrido y me mostraron al desafortunado y colorido periquito, el cual yacía rígido en el suelo.  Una vez más repetí el proceso de soplar su plumaje al principio no reaccionaba, pero luego de unos minutos sentí un ligero temblor en su cuerpo, sus patitas también se movieron. Estaba en shock y poco a poco se pudo sostener sobre sus extremidades, pero seguía muy tembloroso. Abrí la ventana, le puse agua y un pequeño trozo de fruta, a ver si se animaba. Permaneció dos días en el mismo lugar, posado sobre un palo, casi sin comer. Hasta que al tercer día, generó un armonioso sonido, sacudió sus alas, volteó su cabeza, me miró y alzó su vuelo a la libertad.

Reforcé el valor de las inescrutables sorpresas que la vida nos regala, para reconocer al máximo creador y para nunca perder las esperanzas.

“La simplicidad es la máxima sofisticación.” Leonardo da Vinci.

Tomado del libro Relatos cortos del camino (del mismo autor)

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