Desperté luego de una inquieta noche. Los pájaros cantaban y el día deslumbraba con total esplendor. Siempre he sido un ser agradecido, pero hoy mi espíritu está abatido. Mis hijos han partido a tierras lejanas, mi esposa tomó vuelo ayer para visitar al mayor que está viviendo en el Norte. En quince días me les uniré, pero ahora el pesar me aprieta el pecho.
Aunque parezca paradójico me gusta la soledad. Disfruto de los silencios, de los sonidos y de los aromas de la naturaleza. Aprovecho esos ratos para reflexionar, escuchar música, escribir o sencillamente deleitarme con lo cotidiano. La verdadera soledad no se genera por la falta de compañía, sino por sentirse aislado. Lo que me aflige no es la distancia, sino las circunstancias que originaron la separación obligada.
La contrariedad no es por la casa vacía, sino por lo inaccesible que resulta para quienes han partido. Ni los rayos de sol me mueven el ánimo. Se disipó la energía que animaba a este recinto. El hogar es un refugio que se siembra en el corazón y las residencias son solo lugares para el encuentro. Sin embargo, me resulta imposible separar de mi mente los recuerdos de cada rincón de este sitio. Siento gigante mi cama. Llegan a mi memoria las imágenes de mis pequeños revoloteando por doquier, haciendo rubieras, cantando y jugando. Todo me parece tan extraño. En este instante, percibo que el silencio no es la ausencia de sonidos. Acá están las aves cantando como lo hacen siempre, pero la nostalgia no me da tregua y no escucho los ecos del trajinar de mi familia. Esta morada reclama ser visitada y anhela la calidez de quienes se han marchado.
Extraño las sonrisas, los pasos, las charlas, los silencios, los ocios compartidos, la rutina del orden y hasta las discusiones irrelevantes las extraño.
La diáspora genera dolores, a quienes huyen despavoridos por las desgracias; y a quienes se quedan presenciando el hostil avance de la ruina. La separación tiene un costo, pero cuando es impuesta por las circunstancias políticas resulta terrible. Lo doloroso no es por la partida, sino la incertidumbre del para cuando ocurrirá el reencuentro.
Venezuela era un territorio donde la abundancia y la alegría eran naturales, por eso se le extraña desde afuera y desde adentro. La tierra, las raíces y las tradiciones marcan las almas de los expatriados y de quienes contemplan el inexorable desmoronamiento del entorno. La desdicha tiene múltiples rostros; se puede notar en las caras de la gente que deambulan sin rumbo ni ánimo, en las ruinas físicas de la arquitectura y en el desvanecimiento de los valores culturales.
Aún no me he ido, aunque confieso que está en mis planes. He escuchado tantos relatos, de familiares y amigos, sobre lo mucho que extrañan su terruño. Me da rabia saber que el país se nos ha marchado y estoy consciente que las cosas nunca serán igual. Yo también extraño a mi tierra; y la extraño desde mi aquí y mi ahora.
El arraigo ya no consigue soporte ni alivio en el paisaje: se ha desvanecido la energía… Ya no sé qué es más doloroso si irse o quedarse.
Siento que estamos viviendo un largo y raro otoño, porque todo me resulta tan gris y triste. Aunque el Sol sigue alumbrando con la misma intensidad, el cielo permanece tan esplendoroso y los pájaros cantan con el mismo virtuosismo…En cada vecindario abundan casas vacías, jardines abandonados, negocios cerrados y carreteras destrozadas. La estampida ha dejado sus rastros por doquier.
Me pregunto tantas cosas: ¿A dónde se fue esa gente dicharachera que caminaban por las calles? ¿Por qué todo me luce tan diferente? ¿Hasta cuándo seguiremos viviendo esta calamidad? ¿Qué otra cosa debemos hacer para recuperar la libertad de esta tierra de gracia? Este pueblo indomable ha derramado sangre, sudor y lágrimas; pero nada ha resultado suficiente. En otros lares solo se angustian por el acoso de la estampida, pero no tienen la empatía ni la sabiduría para abordar las causas de nuestro éxodo.… Se les olvida que Venezuela fue por varias décadas una democracia fuerte y el destino predilecto para inmigrantes de muchos rincones del planeta.
Hace dos décadas un amigo, que se fue a Europa, me comentó que eso de emigrar no era para todo el mundo. En aquellos tiempos la situación del país no había alcanzado el desmantelamiento actual. La tragedia se ha agravado y se ha encargado de acabar con esa visión. Es muy distinto mudarse a otro país por libre decisión que verse obligado a hacerlo.
Escapar de la patria y dejar parte de los seres queridos, es duro. Sin embargo, se plantea la encrucijada entre fracasar intentándolo allende o morir de mengua aquende.
Cosme G. Rojas Díaz
04 de junio de 2023
@cosmerojas3
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